Esta novela, ganadora del premio Alfaguara 2011, del colombiano residente en Barcelona Juan Gabriel Vásquez, se describió en el acta del Jurado como “el viaje de un hombre que busca en el pasado una explicación de su situación y la de su país. Una lectura conmovedora sobre el amor y la superación del miedo”. La muerte a tiros de alto calibre de un hipopótamo, en 2009, que perteneció al parque de atracciones de Pablo Escobar, aquel tristemente famoso pionero de los carteles del narco colombiano, es el detonante para que Antonio Yammara empiece contar.
Años atrás, 1996, en un billar cualquiera Yammara había conocido a Ricardo Laverde, y pronto advierte que “este hombre era otro hombre antes”. Entablan una tímida y breve amistad, suficiente para dejar pistas y consecuencias para que luego Yammara, abogado recién graduado y dedicado a la docencia, se obsesione con averiguar la historia completa. Una historia que se remonta a finales de los años sesenta y que conocerá a través de Maya, la hija de Ricardo y Elaine.
Laverde es nieto de un piloto militar, héroe de una modesta guerra regional, quien le hereda el sueño de la aviación. Pero sus tiempos son otros y las misiones aéreas encomendadas a Ricardo serán de muy distinta índole. ¿Cómo llega Ricardo adonde llega? Que es a dominar los aterrizajes nocturnos de aviones ligeros en pistas clandestinas; a conocer itinerarios, vientos y distancias; a camuflar la carga que reportará miles de dólares en su etapa de la marihuana, para pasar a los millones con la pasta de coca; Ricardo que afirma “me necesitan, me he vuelto indispensable, esto no ha hecho más que comenzar”.
Empieza cuando Ricardo se enamora perdidamente, casándose con ella, de una “gringa”, Elaine –Elena, como la llamará– Fritts, que llega a Colombia como voluntaria del Cuerpo de Paz. “Aterriza en Bogotá dispuesta a varios clichés: tener una experiencia enriquecedora, dejar su huella, poner su granito de arena”. Los capítulos dedicados a Elaine, dos de seis, resultan de alto interés para aquellos que siguen el lado oscuro y hasta nefasto de las relaciones de EEUU con nuestros países.
Ciertos voluntarios ya “veteranos” del Cuerpo de Paz, formados en agricultura, ayudaron a los campesinos a mejorar la siembra de la marihuana (particularidades de la planta, suelos propicios, abonos) y otros se hicieron expertos en químicos para convertir la pasta de coca en el polvillo blanco por el que pagaban lo que fuera en las grandes ciudades de Estados Unidos. Fueron veteranos los que se ocuparon de trazar y poner en marcha las primeras rutas de entrada del producto a territorio norteamericano, a través de Bahamas.
“Le damos a la gente lo que la gente quiere”, le dijo Ricardo a Elaine, restándole peligro a sus viajes. Ella se preocupaba por lo que pasaría si lo atrapaban. Ya Nixon había declarado la guerra a las drogas y la DEA había sido creada. Y así empezó a cambiar el mundo y Colombia, donde los atentados y asesinatos de jueces, políticos y periodistas a partir de 1984 le hicieron conciencia a la generación que creció en esa década –a la que pertenecen Antonio y Maya– de que “la guerra también era contra nosotros”.
Y hay mucho más. Las referencias culturales de época no se ahorran el inevitable guiño a Cien años de soledad por parte de un autor colombiano. Guiño, homenaje o pateadura, es delicioso leerlo con una perspectiva 40 años. Alude a una novela que había salido hacía un par de años pero seguía vendiéndose, un libro que le regalan a Elaine y lo encuentra “tedioso, difícil de leer porque todo el mundo se llama igual” (p. 161).
Ruth Herrera
Revista U
Julio 2011