Este mes vamos a cantar cumpleaños feliz y regocijarnos porque el 1ero. de febrero la ley 19-01, que instituye el Defensor del Pueblo en el país, promulgada el año de nuestro señor 2001, arribó a su sexto aniversario, demostrando que seguimos a la vanguardia de las naciones que promulgan leyes destinadas a ser irrespetadas o a ser marco creador de instituciones inoperantes, ineficientes, que provocan más desencanto que esperanza. Las rebatiñas partidarias por nombrar a sus parciales y los cabildeos de diversos grupos han impedido el nombramiento de una defensoría técnica y humanamente preparada para realizar su labor con eficacia.
La Cámara de Diputados haría un gran ejercicio de institucionalidad si le presta atención a lo que plantea Luis de la Barreda, defensor del pueblo del Distrito Federal de México: “por importante y elevados que sean los objetivos de una institución, ésta no puede cifrar su valor en sus proclamadas finalidades: su valía y su utilidad dependerán de las personas que la integran” (“El Alma del Ombudsman”, Aguilar, México, 1999, Pág. 71.). Si bien la capacidad de acción de la defensoría estará estrechamente ligada a la aceptación de tal figura de la ciudadanía, especialmente la no organizada, lo más importante es la confianza y credibilidad del primer equipo que la integre.
Los niveles de escepticismo son altos en la nación y casi no quedan instituciones políticas y sociales que ayuden a conjurarlos. El conflicto de intereses marca organizaciones y activistas. La designación de titulares y adjuntos de la defensoría del pueblo es de vital importancia, pues les imprimirán o no la debida autoridad moral, credibilidad y capacidad técnica y administrativa. Su fracaso sería otro monumento a la estulticia de la elite política y social dirigente, y otro ladrillo en el muro del desencanto que han construido nuestros predecesores poco a poco y sin pausa.
En el caso dominicano no debe asumirse única y exclusivamente como el protector de los derechos ciudadanos, civiles y políticos, ha de tener un componente pedagógico, motivador y creador de ciudadanía. Su objetivo, según la ley, es proteger las prerrogativas personales y colectivas establecidas en la Constitución de la República, y debe asumir la misión de salvaguardar los derechos de la ciudadanía en todas sus dimensiones. Especial atención habrá de prestar a grupos poblacionales vulnerables y olvidados como la mujer, la niñez, la juventud, y al gran indefenso: el consumidor.
La defensoría del pueblo podría jugar un papel en el desarrollo y fortalecimiento de las instituciones del Estado, abriendo espacios para las efectivas relaciones entre estas y la ciudadanía, procurando la participación y el compromiso de ésta última. Podría ser un valioso instrumento para reforzar el trabajo de instituciones sociales, que durante años han dedicado esfuerzos para reducir la violencia que afecta la mujer dominicana, proteger la niñez, el medio ambiente, los Derechos Humanos y el buen funcionamiento de la administración pública. Pero, no se debe repetir la historia de la JCE y elegir según cuotas para cada sector.
Ramón Tejada Holguín
El Caribe
8 de febrero 2007
La Cámara de Diputados haría un gran ejercicio de institucionalidad si le presta atención a lo que plantea Luis de la Barreda, defensor del pueblo del Distrito Federal de México: “por importante y elevados que sean los objetivos de una institución, ésta no puede cifrar su valor en sus proclamadas finalidades: su valía y su utilidad dependerán de las personas que la integran” (“El Alma del Ombudsman”, Aguilar, México, 1999, Pág. 71.). Si bien la capacidad de acción de la defensoría estará estrechamente ligada a la aceptación de tal figura de la ciudadanía, especialmente la no organizada, lo más importante es la confianza y credibilidad del primer equipo que la integre.
Los niveles de escepticismo son altos en la nación y casi no quedan instituciones políticas y sociales que ayuden a conjurarlos. El conflicto de intereses marca organizaciones y activistas. La designación de titulares y adjuntos de la defensoría del pueblo es de vital importancia, pues les imprimirán o no la debida autoridad moral, credibilidad y capacidad técnica y administrativa. Su fracaso sería otro monumento a la estulticia de la elite política y social dirigente, y otro ladrillo en el muro del desencanto que han construido nuestros predecesores poco a poco y sin pausa.
En el caso dominicano no debe asumirse única y exclusivamente como el protector de los derechos ciudadanos, civiles y políticos, ha de tener un componente pedagógico, motivador y creador de ciudadanía. Su objetivo, según la ley, es proteger las prerrogativas personales y colectivas establecidas en la Constitución de la República, y debe asumir la misión de salvaguardar los derechos de la ciudadanía en todas sus dimensiones. Especial atención habrá de prestar a grupos poblacionales vulnerables y olvidados como la mujer, la niñez, la juventud, y al gran indefenso: el consumidor.
La defensoría del pueblo podría jugar un papel en el desarrollo y fortalecimiento de las instituciones del Estado, abriendo espacios para las efectivas relaciones entre estas y la ciudadanía, procurando la participación y el compromiso de ésta última. Podría ser un valioso instrumento para reforzar el trabajo de instituciones sociales, que durante años han dedicado esfuerzos para reducir la violencia que afecta la mujer dominicana, proteger la niñez, el medio ambiente, los Derechos Humanos y el buen funcionamiento de la administración pública. Pero, no se debe repetir la historia de la JCE y elegir según cuotas para cada sector.
Ramón Tejada Holguín
El Caribe
8 de febrero 2007