Ojos castaños…



Esta novela es una cadena de sorpresas y giros inesperados. Por eso se hace cuesta arriba ofrecer una reseña apropiada: se corre el riesgo de estropearles la lectura a los lectores y lectoras filtrando demasiadas pistas. (Aunque también ocurre hoy día que el placer de un libro no necesariamente descansa en lo que vamos a descubrir por nuestra propia cuenta, sino en revivir y ampliar la experiencia de lo que alguien nos adelantó, constatando uno mismo si dijo bien o no entendió nada).

El secreto de sus ojos, del argentino Eduardo Sacheri (Alfaguara), es un policial de múltiples enfoques y baja intensidad. Hay crimen y castigo –con perdón del maestro Dostoievski, el sentimiento de culpa, la conciencia atormentada, el arrepentimiento, brillan por su ausencia- , y pesquisa judicial. Una historia de amor incipiente, más bien de dos amores en paralelo: uno destinado a troncharse tempranamente; otro abonado en silencio, incubando el sentimiento, pendiente de materializarse.

La coyuntura política, dispuesta en trazos sutiles, extiende el telón de fondo. El tiempo de los regímenes militares argentinos de finales de los años sesenta y principios de los setenta -los políticos presos y los presos políticos, los tejemanejes extrajudiciales-, resultará determinante para el curso de los hechos. Los personajes no son prototipos, se les perfila a profundidad, con sus contradicciones, miserias, noblezas, altruismo. Los modismos argentinos impregnan el habla de los personajes: véanse los vos-pelotudo-boludo-laburo-prolijo-curda-tranca y acentos una sílaba más allá de nuestra usanza (mandala por mándala, suponés por supones, mirá por mira).

¿Qué nos cuenta este libro? Benjamín Chaparro, prosecretario retirado de los tribunales de investigación criminal (una especie de fiscal que instrumenta casos), se jubila y decide sentarse a escribir una historia que empezó 30 años atrás con el asesinato de una muchacha recién casada, caso que le tocó investigar para reunir las pruebas e instrumentar el expediente. La novela de Chaparro cuenta este proceso, cómo escribe su historia y decisiones que tiene que tomar como escritor.

Hacia la página 186 del libro, y tiene 315, parecería que todo ha terminado: Chaparro “ha contado el crimen, la pesquisa y el hallazgo. El malo está preso y el bueno está vengado”. Pues resulta que no, falta un atado de páginas que traen más revelaciones, horror, ironía, humor. Urge seguir.

La estructura formal superpone planos temporales y voces narrativas: una es Chaparro, quien lleva la ficción dentro de la ficción; la segunda, omnisciente, es como un testigo de confianza, relata con distancia de por medio lo que aquel no se atreve a admitir para sí mismo, mucho menos a decirnos a los lectores, como es su amor callado por la doctora, sus flaquezas, sus metidas de pata.

En la galería de personajes aparece Ricardo Morales, el inminente viudo cuya vida cae en el vacío al perder a su esposa y ella era lo mejor que le había pasado en su vida gris, como un instante de luz, color y alegría; Isidoro Gómez, el escurridizo y frío asesino que va a la cárcel; estas son dos vidas como reversos de una moneda: “es la misma, pero vista del otro lado, vista al revés, o algo así”, unidas más allá de lo que imaginamos; Báez, el policía serio y meticuloso; Romano, el secretario judicial corrupto y vengativo; Sandoval, el ayudante sagaz y beodo, oportunísimo en su intervención...

Y por fin, ¿qué pasa con los ojos? Los ojos acallan palabras, interrogan en silencio, mandan mensajes que parecen indescifrables. Acaso sea cuestión de poner atención e interpretar al otro.

Ruth Herrera
Abril 2011
Revista U

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